lunes, 8 de febrero de 2010

¡AQUÍ ESTOY: ENVÍAME!

Sólo a que hubo hombres y mujeres que fueron remecidos por el encuentro con Jesús, se difundió el Evangelio y se formó la Iglesia. ¿Qué habría sido de la Buena Nueva sin la impetuosidad de Pedro, sin la pasión de Pablo? Tal como en el Antiguo Testamento, sin el coraje de Isaías, Dios no habría logrado hablar a su pueblo: “¿A quién enviaré y quién irá por nosotros?”, pregunta el Señor, y el profeta responde: “Aquí estoy: envíame!”.
El encuentro con el Señor, en el Evangelio de hoy, se da en medio del trabajo de cada día, no en un momento o en un lugar extraordinario. Allí donde se realiza el esfuerzo cotidiano, allí aparece el Señor, allí nos llama, allí se inicia nuestra misión. El pescador Pedro y sus compañeros trabajaban como todos los días, cuando Jesús se les acercó para llamarlos a ser discípulos.
Pero, aunque el encuentro con el Señor se da en un momento normal de la vida, es extraordinario por el efecto que produce: impacta y remece, es como un terremoto que desordena lo que hasta entonces se tenía por cierto y hace ver todo con otros ojos, Isaías y Pedro, en os textos bíblicos de hoy, se sienten como desnudos y pecadores ante el impacto del encuentro: “Soy un hombre de labios impuros”, clama el profeta; “Alejarte de mi, Señor, porque soy un pecador”, dice Pedro.
Pero el Señor los tranquiliza: Él no llama a sus superhéroes, sino a personas comunes y corrientes a su servicio. “Tu culpa ha sido borrada”, le dice a Isaías; y: “No temas, de ahora en adelante serás pescador de hombres”, dice Jesús a Pedro. Ni nuestra debilidad, ni nuestro pecado, son obstáculo para ser enviados a la misión. Fortalecidos y perdonados, podemos caminar con confianza en el anuncio de la Buena Nueva.